Un paseo por Burgos.
Después de la ruta de la mañana y tras la comida decidimos visitar de nuevo la Cartuja de Miraflores, no apetece enclaustrarse en la habitación con el día tan bueno que hace, está bien eso para los Cartujos, pero el mundanal ruido también está bien y merece ser recorrido ¿o no?. Comenzamos el recorrido con Federico García Lorca, quien podría describirlo mejor que el.
El camino que conduce a la Cartuja se desliza suave entre los sauces y las retamas, perdiéndose entre el corazón gris de la tarde otoñal. Las laderas, tapizadas de verde oscuro, tienen una modulación delicada al morir en la llanura. Sobre el campo castellano, plomiza niebla azul de transparencias acuosas y fantásticas a las cosas. Ningún color definido en la plancha pesada del suelo. A lo lejos, torres cuadradas y severas de pueblo de abolengo, hoy mutilados, solos en su grandeza.
Tristeza derramada, ingenuas montañas, acorde mayor de plomo derretido, suavidades simples, y en los horizontes, vagos fulgores de ceniza tornasol. A los lados del camino, árboles macizos de ramajes sonoros meditan inclinados ante la amargura inefable del paisaje. A veces el viento hace llegar solemnes marchas en un tono constante, que apaga un seco sonido de hojas marchitas.
Por una vereda va un grupo de mujeres con faldas agresivas de bayeta encarnada. Una puerta ojival, bordada de manchas por el sol, se levanta en el camino como un arco triunfal… Tuerce el sendero, y la Cartuja aparece con todo su ropaje funeral. El paisaje muestra toda su intensidad de sufrimiento, de ausencia de sol, de pobreza pasional.
La ciudad se extiende negruzca con las rayas de las alamedas, enseñando al monstruo gótico de su Catedral, labor de un orfebre gigante, recortada sobre un triunfo color morado. El río lleno de agua da impresión de sequedad, las masas arbóreas semejan borrones de oro antiguo, los sembrados despliegan las líneas rectas de sus pentagramas, perdiéndose en las tonalidades húmedas del horizonte. Este paisaje asceta y callado tiene el encanto de la religiosidad dolorosa. La mano eterna no derramó en él sino la melancolía. Todas las cosas expresan en sus formas una amargura y desolación formidables. La visión de Dios es en este paisaje la de inmenso temor. Todo está sobrecogido, miedoso, aplanado. El alma pobre del pueblo expresa su angustia en su hablar, en su andar. lento y grave, en su temor al diablo, en su superstición. Todos los caminos escoltados por cruces herrumbrosa; en las iglesias, Cristos en covachas polvorientas, aderezados con abalorios, exvotos mugrientos y trenzas de pelo chamuscado por el tiempo, ante los cuales rezan los campesinos con la trágica fe del temor. ¡Inquietante paisaje el de las almas y los campos!…
En medio de toda esta solemnidad, la Cartuja se eleva como portadora de la angustia general. En la amplia plazoleta que la antecede, una cruz con su Cristo ventrudo pone la nota de severo recogimiento… La Cartuja es un sombrío caserón ungido con la frialdad del ambiente. El cuerpo de la iglesia se eleva sobre lo demás, coronado de pináculos sencillos y una cruz. Lo restante es de piedra semidorada, sin ningún adorno. Tres achatados arcos dan entrada a un portalón enjalbegado, donde hay que llamar.
La puerta se abre y aparece a contraluz un cartujo con su hábito blanco de lana y pálido como el mármol, con una barba enorme cubriéndole el pecho.
Chilla la puerta apagadamente y se penetra en el patio. La luz es suave y tenue. En el centro, entre rosales y yedras, surge una blanca escultura de San Bruno, llena de majestad sentimental.
A la izquierda está la portada de la iglesia, fuerte de línea, viril de conjunto, en cuyo tímpano la escena del Calvario aparece expresada con dolor primitivo.
En los rincones hay brochazos de verde humedad que flota en el aire helado. El fraile nos entra en la iglesia, nevada tumba de reyes y príncipes, divino escenario de hechos medievales.
En el fondo, el soberbio retablo reproduce figuras de santos ataviados ricamente, entre los que descuella la espantosa visión del Cristo tallado por Siloé, con el vientre hundido, las vértebras rompiendo la piel, las manos desgarradas, el cabello hecho raros bucles, los ojos hundidos en la muerte, y la frente deshecha en cárdeno gelatinoso… A su lado los evangelistas y apóstoles, fuertes e impasibles, escenas de la Pasión con rigidez cadavérica, y sosteniendo la Cruz, un Padre Eterno con gesto de orgullo y fiereza, y un mancebo corpulento con cara de imbécil.
Sobre la cabeza de Cristo, el blanco pelícano de la Escritura, y contemplando el conjunto, coros de ángeles, medallones, escudos reales, maravillosos encajes ojivales y toda una fauna de santos y animales desconocidos. Todo el retablo tiene una sola impresión de dolor: el Cristo. Lo demás está divinamente ejecutado, pero no dice nada. La figura del Redentor aparece llena del misticismo trágico del momento, pero no encuentra eco en el mundo de esculturas que lo rodean. Todo está muy lejos de la pasión y del amor, sólo Él está desbordado de apasionada lujuria, de caridad y pesadumbre, en medio de la indiferencia y orgullo general.
¡Retablo magnífico de vibrante simbolismo! A sus pies, el grandioso sepulcro de los reyes de Castilla, Juan I y su mujer, es una hoguera de mármol blanco. Las estatuas yacentes están colocadas sin la muerte en los gestos.
El artista supo infundir en los rostros y en las actitudes el retrato admirable del cansancio y el desprecio real. Tienen las manos transparentes y cálidas, recogiéndose los mantos riquísimos cuajados de piedras preciosas, recamados de labores con flores elegantísimas. De los dedos les pende un rosario de grandes cuentas, que va ondulando por los pliegues del manto a morir en los pies. Tienen vueltas las caras, como para no verse, con un rictus de supremo desdén.
Alrededor vive toda la doctrina cristiana hecha piedra: virtudes, apóstoles, vicios. Algunas figuras de alabastro recortan en las sombras sus aristocráticos perfiles; hay graciosos monjecillos en oración, raros hombres con libros abiertos, caras pensativas con labios sensuales, monos entre pámpanos, leones sobre bolas, perros dormidos y lazos con frutas, naranjas, peras, manzanas, racimos de uvas.
Todo un mundo fantástico y enigmático rodeando a la realeza muerta. Al lado se alza otro soberbio sepulcro del infante don Alfonso, de suave ritmo, pleno de fúnebre severidad… La luz se apaga un poco. Frente a los sagrarios tiemblan las llamas. Hay olor a extraña humedad y a incienso.
Un monje de cara rasurada y de ojos brillantes aparece en el coro, se inclina repetidas veces, y abriendo el breviario se abisma en las páginas. El fraile que me acompaña me hace notar el delicado dibujo de la admirable sillería coral. El ruido de los pasos extiende sus ondas concéntricas por el aire, llenando a la iglesia de sonido… Por los ventanales revolotean palomas.
Alzamos la vista, a los techos
Porque sobre estos techos hay cielo, y palomas, y flores, y sobre estos techos hay tormentas, y lluvias, y nieves…
Vidrieras de Nicolaes Rombouts, 1484. Traídas de Flandes, un total de 13 vidrieras, 3 en el ábside y 5 a cada lado de la nave central. Las 5 del lado izquierdo representan escenas de la Pasión de Jesús, y las de lado derecho, la Resurrección y Gloria.
Dejamos a Lorca y pasamos por algunas puertas |
para ver el museo.
Pinturas murales del siglo XVII en los muros y
la bóveda de la capilla con la escena de la Asunción y Coronación de la Virgen.
La Anunciación, de Pedro Berruguete 1495-1500.
Elevación de la cruz de Joaquín Sorolla.
Tablas de la Vera Cruz.
Tríptico de la Escuela de Van der Weyden.
Custodia
La Virgen de la leche de Siloé.
Réplica de Santiago Apóstol que pertenecía al sepulcro de Juan II e Isabel de Portugal, robado a comienzos del siglo XX y que hoy se expone en The Cloisters de Nueva York.
La Anunciación.
Incunables.
El palio real con el que la reina Isabel la Católica entró en Burgos.
San Bruno de Pereira 1634-1635.
Entramos con Lorca y salimos con Machado
Para Manuel Machado un rosario de rosas,
que el aroma conserva de millares de flores
y cantará en sus manos los divinos loores
porque él ama a María sobre todas las cosas.
¡Cuántas mañanas vivas, cuántas tardes sedosas
de la Santa Cartuja feliz de Miraflores
hicieron de estos rosas olores y colores,
que ahora son del rosario las cuentas primorosas!
Que el camino de Dios es mística y poesía
no es para vos, insigne abad, ningún secreto.
Yo recibo el rosario llorando de alegría.
Y en prenda, que no en pago, de amistad y respeto
-perdón por la miseria-, Manuel Machado envía
para Agustín María Hospital un soneto.
Manuel Machado.
Seguimos paseando por la ciudad
Museo Marceliano Santa María en los restos del Monasterio de San Juan.
Biblioteca publica puerta gótica, único elemento conservado, del primitivo Hospital de San Juan, construido en 1.479 y obra de Simón de Colonia.
Iglesia de San Lesmes Abad, S. XIV.
El que hace los timbrones
Timbrón
Nos sentamos a descansar, pareja de abuelos de Angel Gil Cuevas.
De esta desconocemos el autor.
Dimos un paseo alrededor de la catedral de Santa María.
Exterior de la gran Capilla del Condestable.
Cimborrio.
Puerta de la Coronería S. XIII.
Consultando el maps.
La fuente de Santa María.
Fachada de la catedral.
Rosetón y galería de los reyes.
Pasamos al interior, como está prohibido sacar fotos sacamos pocas, para eso marco la x en la declaración.
«Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y el Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…»
De la leyenda del papamoscas.
Escalera Dorada, obra de Diego de Siloé
Lado meridional, desde la Plaza de San Fernando.
«…nutrido de Burgos, porque las grises torres de aire y plata de la catedral me enseñaron la puerta estrecha por donde yo había de pasar para conocerme y conocer mi alma»
Lorca.
El Arco de Santa María.
Curioso, yo ahí no repartiría pizzas,
ni toco el timbrón.
Pasamos por
la estatua ecuestre del Cid que fue esculpida por Juan Cristóbal González Quesada.
y el palacio de los Condestables de Castilla, conocido popularmente como casa del Cordón, es un palacio originario del S. XV.
Se celebra hoy la noche blanca y Burgos está a rebosar no se puede andar por las calles.
Nos atamos los cordones,
nos vamos por donde nos da el aire,
es hora de ir buscando donde comer caliente,
fuera del bullicio.
Eso si recrearnos nos recreamos y llenamos la saca también, pero hay que dejar sitio para mañana, así que dejamos la fiesta para otros,
Que mañana nos tocan temprano el timbrón.
Saludos.
Fuimos a Burgos y vimos todo lo que pones menos la Cartuja..qué lástima!! Es una maravilla digna de visita.. Ya tengo excusa para ir.. Yo me quedo con los Cartujos los bullicios no son lo mío..
ResponderEliminarCosas de la misantropía...
Abrazotes.
Pues hala a ver la Cartuja antes de que empiecen las heladas, además no cobran la entrada solo la voluntad y salen ganando. Cuidado con la misa esa puedes acabar sin miembros en el motoclub jeje. Saludos.
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